Era uno de esos momentos en los que los vagones pasan vacíos, los más temerosos agarran bien su equipaje y el hilo musical jamás detectable en las horas puntas se puede empezar a escuchar en toda la estación.
Aun así, el lugar estaba todavía excesivamente concurrido para él.
Sentía una especie de agorafobia que le mantenía angustiado desde ya demasiado tiempo atrás.
Se preguntaba si era mucho pedir que las actividades estériles e innecesariamente frenéticas de los demás no invadiesen su vida, y ahora, su tentativa de muerte.
Las saetas del reloj que todos ven y nadie mira avanzaban sin pena ni gloria para los demás, pero a él le retumbaban en los oídos con tal estrépito que enloquecía un poco más, si cabe, a cada segundo que allí pasaba, de pie, esperando al margen del andén.
Una luz se encendió anunciando la inminente llegada del próximo tren.
De repente se quedó helado. Jamás había sentido un escalofrío tan desagradable.
Miró fijamente la luz, tan fijamente que parecía estar tratando de descifrar un mensaje tras aquel destellito naranja.
Pero ya no había nada más que interpretar, nada más que saber.
Pero ya no había nada más que interpretar, nada más que saber.
La decisión estaba tomada y la paz eterna, prometida a sí mismo tantas veces, que de alguna manera no podía creerse que por fin aquel día había llegado.
El tren se divisaba ya a pocos metros antes del túnel de la estación.
Aquel escalofrío se volvió todavía más desagradable, hasta hacerse insoportable.
El momento había llegado, en caso contrario sería demasiado tarde y tendría que abandonar su tentativa y volver a pasar por la misma inyección de malas sensaciones de nuevo en la siguiente.
Estaba tan nervioso que ya no controlaba su cuerpo, así que se concentró en darle las últimas órdenes con todas las fuerzas que le quedaban. Unos segundos más y un paso adelante acabarían con su agonía...
- Así que te vas a tirar, ¿no?
Acababa de encontrarse con algo con lo que no contaba en absoluto.
Jamás en su vida había sentido una confusión tan abrumadora.
Los resquicios de los que iban a ser sus últimos pensamientos, ya mimetizados en su mente con la que iba a ser su última visión, se vieron súbitamente sacudidos, mezclados entre sí y contaminados por la aparición de un ser inoportuno y estridente, que, tirándole del brazo, le apartó del borde del andén, estrellándolo contra la pared, y permitiéndole contemplar la llegada del tren a una velocidad que en aquel momento le pareció vertiginosa, y acompañada de un estruendo que pareció despertarle del ensueño en que había estado inmerso durante los tan bien planificados últimos minutos.
Se encontraba con la espalda contra la pared, a pocos centímetros de una señorita de lo más convencional, que no parecía haber experimentado ni la más ligera alteración tras haber salvado a un hombre del suicidio en el último segundo.
- ¡Pum! Te suicidaste. - Y rodeándole con un brazo que acomodó en la pared, continuó - Ahora todos gritaremos, el tren frenará y el conductor se anotará otros dos sueldos más para psicoterapia. Alguna madre tapará los ojos a su hijo, algún pasajero sensiblón derramará unas lagrimitas y algún no tan escrupuloso inmortalizará el momento desde su teléfono móvil. Los altavoces anunciarán retrasos por accidente sin dar muchos detalles al respecto, como es habitual. La policía y la ambulancia no tardarán en llegar, mientras todas las personas afectadas por este retraso inesperado pasarán un buen rato maldiciendo desde sus respectivas estaciones sin la menor idea de lo que acaba de suceder.
Innumerables historias han terminado en una estación subterránea sucia y decrépita, tal y como quise terminar la mía. Lamentablemente para mí en aquel momento, mis pasos hacia una muerte planificada tan sólo me condujeron al primer episodio en la historia de mi nueva vida.